En esta entrada del blog, María nos cuenta cómo ha vivido la hemisferectomía de su hijo, y cómo esta operación ha cambiado la vida de su familia:
Hace tres años entregaba entre lágrimas a mi hijo de diecisiete meses a una amable enfermera del quirófano del Matter Dei, para que el mejor cirujano operando de la Argentina, le realice una hemisferectomía.
La hemisferectomía es uno de los procedimientos quirúrgicos más radicales a los que puede someterse el cuerpo humano. Consiste en la remisión y desconexión de todo un hemisferio cortical. Extremo, no?
¿Como llega un papá a pedir que realicen esta cirugía a su hijo, que le remuevan la mitad del cerebro a su pequeño? ¿Cómo uno llega a rogar que la adelanten, a contar los días que faltan para que empiecen con el procedimiento de anular la mitad del órgano que comanda las funciones vitales, las autómatas y las otras, las funciones que nos hacen hombres? Como llegan los papás de un niño de 17 meses a esperar-esperanzados una hemisferectomía?
Uno llega a ese punto, porque su hijo sufre todos los días una epilepsia catastrófica. Epilepsia.... Síndrome de West....Yo no sabía mucho de epilepsia hasta que nació mi segundo hijo. Y con él, a los 8 meses de edad, cuando empezó a tener crisis diarias, decenas de ellas, empezamos a conocer ese mundo. Un mundo donde lo que reina es el miedo a la próxima crisis y la esperanza de que la última que sufrió en tus brazos sea verdaderamente la última que tengas que ver, mientras cuentas todos los segundos que dura.
Un mundo donde uno se levanta para jugar con su hijo a las cuatro de la mañana porque ese día tiene su EEG semanal y tiene que dormirse en el consultorio. Un mundo donde ya no se puede dejar solo a tu hijo porque quizás tenga una crisis mientras juega y se golpee. Un mundo donde cada nuevo antiepiléptico que uno prueba es una esperanza que dura unos días, para aplastarse cuando las crisis quiebran el efecto del remedio y vuelven con más fuerza.
Un mundo donde hay más cantidades de remedios ingeridos que meses de edad vividos. Un mundo donde tu hijo va perdiendo la sonrisa porque su cerebro está todo el tiempo con actividad epiléptica, aunque no se manifieste exteriormente. Un mundo donde uno lleva la medicación de rescate en la cartera a todos lados, por las dudas la próxima crisis no termina, y haya que correr en ambulancia al hospital.
Un mundo extraño. Un mundo donde la pelea contra la epilepsia (esa enfermedad que acompaña a los humanos desde hace más de tres mil años y que todavía hoy no tiene cura) se va llevando tus certezas, a veces se lleva también tus esperanzas. Un mundo donde tu peleas contra un monstruo, que con cada crisis te está robando algo.
Entonces, uno en ese mundo, descubre que su hijo es candidato a cirugía, que quizás haya una posibilidad de que no tenga más crisis, que quizás pueda vivir con menos remedios, con un cerebro más tranquilo. Y la idea de quitarle un hemisferio no parece una locura sino una segunda oportunidad que nos brinda la vida. Y uno acepta, apuesta, renueva su fe. Uno ya no se pregunta qué pasará con el desarrollo después de la cirugía, aunque investigue en internet todas las noches, porque sólo quiere que su hijo no convulsione más.
Y entonces, uno entrega entre sollozos a su hijo a la amable enfermera del Matter Dei que se lo lleva al quirófano para que el mejor cirujano operando de la Argentina le haga una hemisferectomía. Y lo entrega con miedo, pero también con alivio, con esperanzas, con mucha fe. Y así vive las cuatro horas y medias de la operación, así vive los diez días en terapia intensiva, uno de los cuales significa terminar de entrar a lo profundo del infierno porque quizás tu hijo no pase de esa noche. Y así también le dan el alta y puede llevarse a su hijo a su casa.Y aunque uno revolotea todo el tiempo como mamá helicóptero alrededor de su hijo buscando el más mínimo tic, movimiento, pestañeo, van pasando las horas y los días y las semanas y los meses sin crisis. Y de repente tu hijo, toma menos anticonvulsivos. Y los EEG se espasean y ya no son semanales sino semestrales.
Y tu hijo vuelve a sonreír. Y tiene la posibilidad de aprender, de conocer, tiene la posibilidad de desarrollarse. Y duerme toda la noche. Y uno se anima a dejarlo jugar solo. Y un día, uno se sorprende porque antes de lo esperado, su hijo aprende a pararse y se para muy firme ante la vida. Y un día aprende a gatear. Y a caminar. Y un día aprende a decir mama. Y papa. Y un día va al jardín. Y tiene muchos amigos.
Y se da cuenta que ese hijo, con una hemisferectomia, lleva una vida bastante parecida a sus pares neurotípicos, con terapias, con controles con muchos médicos, con una hemiparesia izquierda, pero es una vida muy parecida. Y es una vida sin crisis.
Y tres años después de entregarlo a esa amable enfermera del quirófano del Matter Dei para que el mejor cirujano operando de la Argentina le haga una hemisferectomia, uno se da cuenta que su hijo es un niño armado de valor, lleno de una enorme resiliencia, muy cariñoso, muy inteligente, y lo más importante, quizás lo único importante, uno se da cuenta que es un niño muy feliz.
María Marta
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[…] Escrito por Maria Bertone, mamá de un niño feliz (podéis leer su testimonio aquí). […]
- 30 de Marzo de 2015 a las 18:56